Gaviotas.

Brillante; ese era al adjetivo perfecto para aquel níveo mar acunado por el taciturno sol de media mañana. Aldo no podía evitar juguetear entre sus dedos con su lápiz, inquieto, ante el absorbente sosiego que contemplaba desde la balconada de su bien situado ático en primera línea de playa. "Sosiego" parecían graznarle al oído las revoltosas gaviotas.
En una mesita del balcón, junto a un cenicero rebosante de colillas, una libretilla asomaba, llena de garabatos y tachaduras; tan solo algunas frases sueltas parecían merecer mínimamente pena. No obstante "mínimamente" era, siendo optimistas, insuficiente. Él podía dar mucho más de sí. Él debía dar mucho más de sí.
De repente inspirado por extraños espectros, familiares a la postre, una fugaz idea le cruzó con brutal sutileza la sesera. Aldo, raudo, se dirigió, dejándose el aliento, a por su maltrecha libretilla y comenzó a devorar las páginas con su inseparable lápiz; sin embargo pronto graznaban las gaviotas "Sosiego".
Y donde brillaba una idea un instante después pululaban los graznidos de alimoches marinos; de sosiego, calma y quietud; de preguntas. La cabeza trasfigurada en un hervidero: preguntándose por su obra, por sus cuadernillos llenos de apuntes –si a aquella basura se le podía calificar como apuntes, pues tenía más de coprofagia-, por su vida que tantos vuelcos había sufrido, por ella, Amanda; y las respuestas que brotaban con naturalidad nunca resultaban agradables. Automartirizado conseguía que aquel momento, con la gélida parsimonia del último círculo del infierno, se convirtiera en eterno.
El mar aún en calma parecía burlarse de él y ni siquiera un cigarrillo calentándole la tráquea conseguía devolverle a sus ideas, a sus historias de fantasmas; a alejarle de aquellas preguntas que se apoderaban de cada pensamiento, de cada minuto de aquel maldito momento. Los pajarracos montaban un alboroto, y las voces en irregular y horrendo coro cantaban "Sosiego".
Otra mañana, otro día, aún en pijama se acercaba hasta la ventana de la balconada, con una sonrisa que casi algún iluso llamaría de optimista, con aquella libreta que lucía tantas páginas quirúrgicamente extirpadas, como flores muertas por un inclemente que las arrancaba para disfrutar del olor a flor marchita. Las gaviotas todavía no se habían despertado y el sol se alzaba a su hora, acompañado por esa exquisita brisa del agua salada rompiendo en la arena. Y aquel espectro que silencioso se acercaba susurrando ideas al oído, de extranjis, de espaldas a aquellas gaviotas tan cargantes y traviesas.
El tiempo se detuvo y aquel recuerdo trasmutado en espíritu se marchaba, despidiéndose con un beso en el cuello, como ella lo solía hacer antes de partir cada jornada. Y esas malditas gaviotas, con alma de molestos grajos, volvían a cantar "Sosiego", y el grafito de aquel lápiz no había tocado todavía el papel impoluto de la libreta. Solo una pregunta "¿Qué había hecho tan mal para merecer aquello?". Arrastrándose la escribió, y la pregunta se inscribió a fuego en el papel.
Aldo se llenó con un arrebato de furia, su concentración era feble, pirita que resplandecía tratando de engañar a uno de esos buhoneros transeúntes que se conocían uno y mil timos. Se echaba una mano a la frente, temblorosa, mientras con la otra sostenía un cigarrillo sin encender. ¡Cómo le gustaría tener unas de esas escopetillas de perdigones con las que jugaban los niños de su pueblo para poder dar cuenta de aquellas alimañas del cielo! Empero no tenía nada con lo que martirizar a aquellas bandadas, salvo su fría mirada y el humo de su tabaco contaminando el aire por el que volaban. Y solo escribía tachaduras en una página destinada a acabar en el fondo, más sosegado, de la papelera.
En el pasado las gaviotas se habían mantenido alejadas, siempre volando en otras costas donde las coquinas, los choquitos, los camarones, las sardinas y los jureles rebosaban dándoles de comer. Las gaviotas siempre habían tenido un apetito voraz. Un tiempo donde aquel piso estaba vivo, siempre en movimiento; Amanda no le permitía parar ni un solo momento, con aquella vivacidad que sólo podía ser eclipsada por aquellos labios capaces de arrebatarle a cualquier mortal su aliento.
Y Aldo nunca tenía tiempo para preguntas estúpidas, ni de su vida, ni de su obra, ni acerca de merecimientos; y si estas preguntas, de improviso, trataban de colarse en su cabeza sin ser invitadas, Amanda pronto se las extirpaba, un brillante hurto de guante blanco. A veces las robaba con un beso, a veces con una cháchara despreocupada, a veces con su mera presencia, a veces con un whatsapp a destiempo, la mayor parte de las veces bastaba con la presencia de sus ojos en los que vivía el firmamento entero.
Y Aldo se dejaba robar, imitando a un feliz pardillo. ¡Qué ella se lleve todo el tiempo que necesitase!, que él con las migajas podría ir sonriendo con genuino optimismo hasta la balconada; con aquel cenicero, más de adorno que otra cosa, aquel lápiz y aquella libreta esperando llenarse; y Amanda, tan vivaracha, casi desenfocada, en el primer plano; y el mar, muy muy al fondo, perdido bajo el arrebol de cada amanecer.
Comenzaría, con la naturalidad de aquellos días, a escribir en aquel cuadernillo dispuesto, con gracia, con genio, incluso una pisca de salero. ¡Oh, si las gaviotas osaban acercarse! ¡Qué se atrevieran! Que pronto Amanda las espantaba robando su turno para revolotear encima de su amante. Y Aldo, completamente concentrado, podía escribir: garabateaba poemas de amor, de lujuria y de almas que volaban imitando un baile. Escribía poemarios que quizás ningún ser humano enamorado leería; pero que Amanda, descarada, robaba de sus manos sin acabar y comenzaba a recitar mientras que, al ritmo de su letanía, danzaba. ¡Ay Amanda! ¡Cuánto se revaloraban aquellos versos robados por tus labios! Amanda más que musa fuiste una ladrona del tiempo: robando segundos a los sinsabores, robando horas a cada una de las incapacitantes preocupaciones. ¡Mi amada ladrona de tiempo!
Pero ella se fue, ya no está, y el pasado nadie lo roba. Ella solo reside en otro tiempo, en otro lugar. En el ahora y en el allí las gaviotas chillan gozosas "Sosiego" y Aldo, atrapado en su hoja en blanco, se repite consumido por el momento: "¡Ay, Amanda, ¿dónde estás ahora?! ¿A qué afortunado robas? ¿¡Por qué te fuiste aquella noche!? ¿Cómo pude cagarla tanto para que me dejaras sin el beso en el cuello? ¡Vuelve, Amanda! Permíteme al menos el lujo de volverte a escuchar recitar uno de mis poemas sin acabar".
Pero solo gaviotas, solo la brisa tranquila del mar, solo un cenicero que nadie vacía, solo un espectro en forma de mujer revoloteando por el piso; y solo tiempo, mucho tiempo, demasiado tiempo, un exceso de inconmensurable tiempo delante de aquel cuadernillo mortificante, para poder, con sosiego, pensar.
-L