Tenemos muchas manos.

Aquel zumbido en la cabeza. Constante, palpitante, penetrante.
"Tenemos muchas manos" repetía el eco.
No conseguía recordar nada, solo tenues sombras opacadas por mis propios pensamientos que discurrían veloces sin coherencia, desorganizados por el miedo. Y es que el terror estaba por doquier mis neuronas buscasen inundándolo todo. Mis últimas horas, inmersas en esa extraña entropía del aroma del almizcle grasiento.
Embotado en mis propios pensamientos traté de rememorar la más liviana brizna de recuerdo; el esfuerzo resultó agotador, requiriendo de cada ápice de energía que me quedaba circulando en las venas podridas por aquel olor químico. No obstante los hados parecían no haberse olvidado de mí: Obtuve fruto. Con el paso de los minutos, con los sentidos aún abotargados, fui recobrando mi propia historia.
"Tenemos muchas manos" coreaban las voces.
El día había amanecido con sus vestimentas de cotidianidad, el sol aún no había hecho acto de presencia y en las calles hacía un frio de mil demonios. Me había despertado abrigado por varias mantas que hedían a humanidad, el mal olor era una compañía constante; nada que ver con ese extraño almizcle, esa ponzoña, aquel olor que comenzaba a recordar al asfalto fresco en las carreteras que dejan una cuadrilla de hombres sucios y malhablados.
Esa mañana, creo recordar, había tenido la suerte de desayunar unas pocas migajas, no era la comida de un marqués pero llenaba la tripa, acompañado por un poco de pan duro desechado en la basura de algún vecino y unas latas de atún que había tenido guardadas como un tesoro y que había decidido compartir con mi compañero Efi. Habíamos devorado aquellos manjares con los dedos, relamiendo el contenido de las latas sin ninguna vergüenza, para no desaprovechar nada habíamos remojado con esfuerzo el pan duro en el escaso aceite que quedaba para ablandarlo y que nuestras debilitadas dentaduras tuvieran un trabajo más sencillo, nada debía sobrar, nada sobró.
Habíamos charlado sobre banalidades mientras preparábamos nuestras escuetas pertenencias para desplazarnos durante el día. Efi era un buen tipo que, al igual que yo, no había elegido aquella vida de pobreza y estoico sufrimiento. Efi era posiblemente el único ser humano al que podía llamar amigo y con el que podía reír; las risas nunca faltaban entre los cartones, pero tampoco hacían eco. El día despuntaba, y había arreglado con esmero y cariño mis harapos, después de todo eran mis únicas posesiones. Un abrigo viejo, desgastado, lleno de agujeros, manchas desteñidas y una manga algo descosida que amenazaba con deshilacharse, y unas deportivas carcomidas por el tiempo y el barro, atadas con un par de alambres que cumplían su función. Con la salida del prometedor sol el frío había comenzado a amainar, los jilgueros a cantar y los delincuentes volvían a sus casas con el rabo entre las piernas. Aquel iba a ser un buen día. Eso se había dicho.
Pero ahora… Todo eran brumas, ¡Y aquel olor tan pegajoso a asfalto! ¿Dónde me encontraba?
"Tenemos muchas manos" cantaban.
¿Quiénes eran? ¿Por qué cantaban? ¿Por qué me cantaban?
Me había separado de Efi en el cruce de San Prudencio, al parecer él tenía unos quehaceres que no había querido confesarme. Extraño había pensado, mas no insistí, era su vida y su intimidad. Y la intimidad era un tesoro muy valioso en las calles. Un efecto secundario de la marginación. Nadie quería robarle su intimidad a un pordiosero.
Separando nuestros caminos había tomado rumbo al parque del Excmo. Aldo Ánquela para echar la mañana tostándome al sol y, con suerte, habría podido rebuscar entre los arboles algún frutal de naranjos amargos con los que complementar mi déficit vitamínico. Como el sol había apretado fuerte aquella mañana así que, confiado, había optado por el camino bajo el puente. Demasiados cuentos que acaban bajo un puente, demasiadas pesadillas que comienzan bajo un puente.
Y hasta allí alcazaba mi memoria antes de verse infectada por los sortilegios de vapores impíos. Sí, aquel puente, una voz, un hombre, un dolor repentino y punzante en la espalda, el tacto áspero del suelo contra su rostro y después la nada; abandonado a aquella inhóspita existencia, adornada por los vacíos y fragmentados recuerdos que era capaz de recuperar, y, por supuesto, aquel hedor a brea, maldita y nauseabunda, pero a la vez tan embriagadora.
"Tenemos muchas manos" entonaban.
Las brumas se disipaban con lentitud y los sentidos comenzaban a recobrar su trono en la percepción del mundo. El olor nunca menguaba. Al contrario, parecía insistir, golpeando con insistencia. Y comencé a ver, a ver el conjunto de hombres que me rodeaban, figuras difusas símiles a fantasmas, seres de otra realidad. ¿Hombres o inhumanos? Hombres, hombres, o eso quería -y necesitaba- creerme.
Traté de girar la cabeza para poder contemplarlos bien, no obstante mi cuello no reaccionaba, ningún músculo respondía a mis órdenes, estaba inmóvil, vulnerable ante aquellas entidades: hombres -¡Oh Dios, qué fuesen hombres!- ocultos por capuchas pardas, en posición de Seiza[1] y absortos en la contemplación de una figura humanoide frente a ellos; lo que parecía un hombre frágil y, a pesar de ello, amenazante, escuálido y poderoso, paradójico, inefable, terrorífico.
La adrenalina comenzó a surcar mi abotargado cuerpo gorgoteando en cada arteria, los músculos se iban enervando por ella, e incluso así parecían encabezonados en seguir ignorando las órdenes de su dueño. Estaba preso en mis propias carnes.
¿Quiénes eran esas figuras? ¿Dónde estaba? ¿Qué pretendían hacer conmigo? De súbito lo entendí: No sabía si sentía mayor terror por las figuras en sí o por las respuestas que me daba a aquellas preguntas. En mi fuero interno recé. ¿Tendría Dios tiempo para un ateo oportunista? Joder, todos dicen que es misericorde. Dios, no les hagas quedar a todos mal.
Mi vista comenzaba a aclararse, viendo con difuso detalle lo que parecía una angosta y lóbrega biblioteca iluminada por unas pocas velas que parecían estar a punto de consumirse. Paredes estaban invadidas por estanterías repletas de libros, antiguos y recientes, grises, grana, añil y beige; los había grandes, los había pequeños e incluso diminutos; encuadernados, encurtidos y otros que parecían un corolario de pergaminos sueltos. Allí inmóvil disponía de todo el tiempo para fijarme en aquellos estúpidos detalles.
Los captores no paraban de susurrar "Tenemos muchas manos".
Sus voces emanaban una armonía antinatural. ¿Y si Dios estaba en aquella habitación, pero con ellos?
Una de aquellas figuras cobró vida, se levantó; algo brillante, metálico, afilado; era una daga. Se acercó hacia mí con una retahíla sorda. "Sacrificio" escuché y las manos comenzaron a temblar. Consigo cerrar un puño.
- Hermanos, al fin lo hemos encontrado, el tercer señalado está ante nosotros, y de una vez por todas se cumplirán los designios que nos han sido marcados. ¡Hermanos!, la grandeza de su abrazo eterno nos llama. ¡Regocijaos! Pues nada puede detener su abrazo, y su tierna mirada sobrepasa la carne y juzga nuestra alma. Regocijaos, pues nuestras carnes son su vehículo, nuestras entrañas su útero y sus manos se tienden a nosotros, humildes, pero claras, exigiendo lo que, hoy, con justicia, le ofrecemos. ¡Estás escuchando Madre! ¡Tus hijos te tendemos nuestras manos!
Traté de responder, no pude, pero mis labios se contrajeron levemente.
- ¡Tenemos muchas manos!
- ¡Tenemos muchas manos! –repetían en coro.
Los ojos de aquel pastor enloquecido por la fe de sus manos me miraron, atravesaron mis ojos, violaron mi alma. El filo del puñal parecía afilado, y paso a paso aquel loco comenzó a acercarse. Mis fosas seguían inundadas de aquel pestilente olor, aquel individuo a cada paso dejaba más clara sus intenciones, los ojos resplandecían con pasional devoción ante su inminente víctima. Quería pedir socorro, sin embargo no salía nada por la boca. Quería gritar, pero el aliento parecía haberme abandonado. ¡Qué sencillo era morir! Tan solo un paseo bajo un puente… Agaché la cabeza resignado y entonces me percaté. La adrenalina finalmente había fructificado.
Con un movimiento tosco me abalancé sobre el hombre con la daga, este sorprendido retrocedió, no obstante fue incapaz de esquivar el envite cayéndose de bruces al suelo. La daga se le escapó de los dedos deslizándose hasta los pies de uno de los hombres escondido bajo las capuchas. Sin embargo no se movió, no se inmutó. Él continuaba con su letanía mirando absorto entre las sombras. Estaba en plena plegaría con la madre. Y esa conexión era sagrada, inviolable.
Los innumerables libros parecían brillar y susurrar "Tenemos muchas manos".
No tenía un segundo que perder, mi cuerpo había comenzado a reaccionar y con los miembros entumecidos busqué enloquecido en aquella grotesca y febril biblioteca, busqué con inusitada rapidez esquivando aquellas figuras impasibles que seguían recitando oscuros versos. Resultó sencillo ver la puerta al fondo, por su zócalo se colaba la única luz natural de aquella estancia. Desesperado me aproximé a ella, mi mano torpemente se arrastró por el picaporte sin conseguir asirlo, suspiré de impotencia y guiado por un impulso primitivo conseguí abrirla echando todo el peso del cuerpo sobre el asa. En el exterior la luz del sol resplandecía y tuve que entrecerrar los ojos para adaptarme al brillo. Aún no era capaz de vocalizar, pero el sonido salió automático de mi boca.
- ¡Diogh, no puegdeh seh!
Capuchas, decenas de capuchas vagando aquí y allá, hablando entre ellas ociosas, comentando que tal le había ido al equipo de la escuela de sus hijos o intercambiando recetas de cocinas. Dementes, locos, psicópatas, personas normales... Todos ajenos al hombre que acababa de aparecer entre ellos cruzando una puerta ataviado con andrajos y un rostro henchido de terror. ¡Oh Dios, ¿por qué te gusta jugar con el ratoncito asustado que vas a devorar?! La actitud pasiva de aquel amenazante gentío no duró, todos se detuvieron en seco, sincronizados, como si estuviesen conectados, y me miraron por debajo de sus capuchas con sus abyectos ojos clavados. Con aquel macabro brillo de perturbada devoción.
Debía correr, y corrí, los músculos pesaban y cada movimiento parecía doler como cien agujas clavadas en la carne; pero corrí, corrí como nunca, corrí, y me seguían, podía escuchar las voces de las personas que me seguían, afortunadamente las capuchas no eran un buen complemento para un atleta, les entorpecían, incluso alguno se tropezó. Pero aun así estaban ganando terreno con las manos al aire dispuestas a asirme.
Corrí, y corrí, ¡por Dios que corrí!, y no paré, el sol brillaba, y mi suerte parecía agotarse. Buscaba una salida de aquel jardín que parecía estar encajado dentro de un edificio histórico. ¿Un monasterio? ¿Un castillo? ¿Un palacio? ¿El infierno? Joder, no había salida, no había donde esconderse. Así que corrí. Una mano, fría y apestando a brea, me cogió del brazo. ¡Dios, no me dejes con la Madre! Por fortuna -¿O divina providencia?- la manga descosida de la chaqueta, de la que tanto me quejaba, cedió dándome una segunda oportunidad. Pero ellos tenían muchas manos. Una segunda mano me atrapó del otro brazo, con ese mismo asqueroso olor amargo; una mano pequeña, femenina, no obstante con la fuerza que solo podía dar la locura. Sin saber cómo ni porqué conseguí librarme mediante una extraña maniobra surgida de los instintos más primarios de supervivencia. Empero ya era tarde, eran demasiadas manos, y se abalanzaron hasta envolverme. Pataleé, forcejeé y mordí cuanto podía, pero las manos se enrollaban en mi cuerpo, agarrándome donde podían. Grité, al fin mi garganta podía funcionar con normalidad, grité como nunca lo había hecho mientras me lo permitiesen. Grité hasta dejar los pulmones huecos.
"Tenemos muchas manos" gritaban iracundos.
Las manos lo tapaban todo, la luz no conseguía pasar por ninguna rendija, mis músculos doloridos parecían no responder para defenderme, el último hálito de vida parecía haber sido insuficiente. Fui un hombre que nunca había tenido suerte, ni a Dios consigo. Hasta aquel momento, pues Dios escucha a aquellos que tienen fe. Las manos se retiraban, la luz comenzaba a penetrar por los huecos. En cuanto pude observé lo que jamás hubiese creído.
Al otro lado de una verja un par de coches patrulla se detuvieron, alertados por los gritos bajaron varios miembros de policía con las armas en mano, y apuntaban a las capuchas. Por fin algo de estrella en el momento indicado. La policía entraba al recinto y los hombres de la capucha huían despavoridos, unos brazos fuertes me ayudaron a reincorporarme. Solo eran un par de manos.
- ¿Se encuentra bien? ¡Llamad a una ambulancia! Señor, responda. ¿Cómo se llama? -Solo parecía una voz ausente, lejana, que se dirigía a mí. Pero yo no sentía que estaba.
Mi respuesta fue una sonrisa sincera.
Sirenas de fondo, los músculos volvían a endurecerse, entumecidos por el esfuerzo y los golpes y sin la energía adicional que aportaba la adrenalina. Un policía se acercó y ayudándose de su propio cuerpo me ayudó a andar, me dejé llevar por su cuerpo, tranquilo al fin, y comencé a caminar pesadamente alejándome paso a paso de aquel recinto de horror, buscando el aire fresco libre de aquel olor a petróleo, lejos de aquellas sombras de capucha parda. Con cuidado el policía me ayudó a sentarme en el asiento del copiloto de uno de sus vehículos. Un suspiro de alivio.
Pero aquellos brazos que me habían ayudado a llegar me resultaban familiares. Aquel policía llevaba gorra. No pudo verle la cara. Una punzada, dolor repentino, en mi brazo vi horrorizado una jeringa clavada. Traté de gritar, pero mis cuerdas vocales no respondían, volvían las brumas a mi mente, la oscuridad, el vacío, la falta de sensación, el secuestro de mi realidad y de mi memoria, y, lo que era mucho peor, aquel espeluznante y pegajoso olor a almizcle y brea. Solo la voz de mi amigo Efialtes que me susurraba al oído quebrantando el vacío: "Tenemos muchas manos".
Madre, tú nunca me has abandonado.
[1] Seiza (正坐 "correcto sentar"). Conjunto de posturas características de la cultura nipona que describen la forma tradicional de doblar las piernas sobre el suelo y sentarse sobre las rodillas, posando los glúteos sobre los talones.